Segundo despliegue de la PNC, el 8 de octubre de 1993. Fotos cortesía de La Prensa Gráfica. La de abajo fue una de las finalistas para la portada de Infiltrados. |
PRÓLOGO
El conflicto civil devastó a El Salvador durante veinte años, entre
1972 y 1992. Una década de insurgencia de baja intensidad seguida de
una década de guerra abierta. Más de 75,000 personas fueron
asesinadas, la mayoría civiles desconocidos muertos a manos de la
Fuerza Armada de El Salvador y sus tres fuerzas de seguridad
subordinadas, la Guardia Nacional, la Policía Nacional y la Policía
de Hacienda. Esos tres cuerpos de seguridad se hicieron notorios por
casos de abusos a derechos humanos, corrupción, y por sus vínculos
con la extrema derecha.
Los Acuerdos de Paz de Chapultepec, que pusieron fin a la guerra en
1992, contemplaban como elemento esencial la disolución de esos tres
cuerpos de seguridad, los cuales serían reemplazados por una nueva
policía civil y no beligerante, la Policía Nacional Civil (PNC).
La PNC no debía estar bajo el mando del Ministro de Defensa, y la
Constitución, tras la reforma pactada en los Acuerdos de Paz,
prohibía que oficiales militares la dirigieran. Esto debido a que,
se entendía, la misión de la PNC de velar por el Estado de derecho
y proteger a la población era en esencia diferente a la misión de
la Fuerza Armada. Porque una Policía no beligerante era esencial
para salvaguardar los Acuerdos, el 60% de sus efectivos estaría
conformado por civiles que no hubiesen militado en el FMLN ni en las
viejas fuerzas de seguridad.
Mantener la independencia de la PNC, sin embargo, resultó un reto
más difícil de lo que cualquiera hubiese imaginado. En este
detallado relato sobre la historia de la PNC, Héctor Silva nos
entrega un recuento muy bien investigado sobre las dudas y retos a
los que la institución se ha enfrentado en las dos décadas que han
pasado desde su fundación.
Los mismos actores que históricamente habían manipulado a los
viejos cuerpos de seguridad tras bambalinas —los militares, la
derecha política salvadoreña y Estados Unidos— se esforzaron por
secuestrarla.
La Fuerza Armada y los políticos de derecha quisieron asegurarse de
que la nueva Policía no escudriñara en la corrupción que se
expandió en El Salvador durante la guerra para favorecer la
impunidad de agentes estatales —militares y civiles— vinculados
no solo a violaciones a derechos humanos, sino también a actividad
criminal. Tras los Acuerdos de Paz, cuando la Fuerza Armada fue
depurada, docenas de oficiales tuvieron que retirarse; algunos se
enlistaron con el crimen organizado y, para hacerlo, buscaron la
protección de quienes siguieron en la institución. Con Arena en la
Presidencia hasta 2009, la derecha pudo asegurarse de que los
oficiales clave dentro de la PNC fuesen desde el principio quienes
habían sido sus aliados en los viejos cuerpos de seguridad. Aunque
los Acuerdos limitaban el cupo de militares en la Policía al 20% (lo
mismo aplicaba para el FMLN), oficiales y exoficiales del Ejército
dominaron la estructura de mando en la PNC.
Durante la guerra civil, Estados Unidos usó la millonaria asistencia
militar a El Salvador como un instrumento efectivo para influir en la
Fuerza Armada y, a través de ella, en la política del Estado
salvadoreño. Después de la guerra, Washington buscó mantener esa
influencia al asegurarse de que en la nueva PNC estuviesen oficiales
con los que Estados Unidos había desarrollado buenas relaciones de
trabajo. Por insistencia de Washington, el Gobierno de El Salvador
incorporó íntegras a la PNC dos unidades de la vieja Policía, la
antinarcotráfico y la de investigación criminal. Este hecho fue,
cuando menos, una violación al espíritu de los Acuerdos de
Chapultepec. La tesis de Héctor Silva es que la incorporación de
esta vieja guardia como resultado de la presión conjunta de los
militares salvadoreños, Arena y Estados Unidos es el “pecado
original” de la PNC, el cual infectó a la nueva Policía con la
impunidad y la corrupción que caracterizaba a los viejos cuerpos de
seguridad.
Casi de inmediato tras su fundación, la PNC se enfrentó a retos
nuevos e inesperados. En los noventa, el esfuerzo de Estados Unidos
por erradicar los flujos de droga procedentes de América Latina
cerró rutas tradicionales de tráfico a través del Caribe; con
ello, los narcotraficantes colombianos empezaron a utilizar rutas
terrestres a través de Centroamérica y México. El crimen
organizado se convirtió en un problema para la región cuando los
grandes carteles de la droga sobrepasaron a las Policías nacionales,
mal entrenadas y poco sofisticadas. La PNC de El Salvador era
considerada una de las mejores fuerzas policiales de la región, al
menos mejor entrenada y equipada que sus contrapartes hondureña y
guatemalteca, pero, como Silva demuestra, la PNC no era inmune a la
corrosiva influencia del dinero del narcotráfico —una
vulnerabilidad que aumentaba debido a su pasado de impunidad y
corrupción—.
Además de la expansión del crimen organizado alimentado por los
carteles, la PNC debió enfrentar una ola de crimen callejero
violento, buena parte cometido por pandillas juveniles. Irónicamente,
la cultura pandillera llegó a El Salvador importada desde Estados
Unidos cuando los salvadoreños que vivían en grandes urbes
estadounidenses se unieron a las pandillas, cometieron crímenes y
fueron deportados. La violencia se volvió tan apremiante que la
seguridad personal se convirtió, por delante de la economía, en el
tema que más preocupaba a los salvadoreños. Los presidentes de
Arena Francisco Flores y Tony Saca respondieron con políticas de
“Mano Dura” y “Súper Mano Dura”, pero la represión por sí
misma fue incapaz de reducir la violencia. El presidente Funes acudió
a un enfoque más integral al hacer énfasis en la prevención social
y la rehabilitación, pero muy pronto en su mandato vio crecer la
presión popular para hacer algo rápido con el fin de reducir la
violencia. En 2009, con una Policía saturada por la violencia
pandillera y agrietada por la corrupción, Funes recurrió a la
Fuerza Armada para apoyar a las patrullas de la Policía en la calle;
era una iniciativa popular, pero arriesgada porque implicaba volver a
militarizar a la fuerza pública, un mal que los Acuerdos de Paz
habían pretendido eliminar.
Otra víctima de la violencia pandillera fue el Ministro de Seguridad
Pública, Manuel Melgar, quien renunció en noviembre de 2011. La
debilidad de Melgar yacía no solo en la incapacidad de la PNC para
reducir la violencia callejera, sino también en el poder de sus
enemigos, poderosos en la derecha salvadoreña y también en Estados
Unidos. Melgar, un excomandante del FMLN, fue miembro del PRTC, el
grupo responsable de un ataque letal en la Zona Rosa de San Salvador
en 1985, en el que cuatro militares y dos civiles estadounidenses,
además de nueve salvadoreños, fueron asesinados. Washington, que se
opuso a su nombramiento como ministro, insistió a Funes que Melgar
era un obstáculo para la cooperación en seguridad, y según
reportes, amenazó con detener la firma del Asocio para el
Crecimiento con El Salvador, a menos que fuese removido.
Melgar tampoco era popular entre la vieja guardia de la Policía, ya
que reemplazó a los oficiales de origen militar que habían
controlado el poder en la PNC desde su nacimiento por veteranos del
FMLN. Melgar también supervisó la campaña para depurar la PNC.
Bajo su mando, la inspectora general de la Policía, Zaira Navas —una
abogada que había investigado secuestros de niños cometidos por
militares durante la guerra—, abrió docenas de expedientes contra
importantes oficiales de la PNC. La derecha política en la Asamblea
Legislativa denunció los cambios de mando en la Policía y dijo que
las investigaciones, que trató de detener, eran una vendetta
política del FMLN.
Silva entiende la renuncia de Melgar y su reemplazo por el general
David Munguía Payés, hasta entonces ministro de Defensa, como un
punto crítico en la historia de la PNC. Poco después de ese cambio,
Funes nombró a otro general, Francisco Salinas, para comandar la
PNC. Estos movimientos provocaron la renuncia de la inspectora
general Navas y eventualmente el cierre de todas las investigaciones
sobre corrupción en la Policía y sobre sus vínculos con el crimen
organizado. Veteranos de los viejos cuerpos de seguridad regresaron a
sus puestos de mando, restituyendo el statu quo anterior. Con
ello, el esfuerzo más importante de depurar la PNC desde su
nacimiento en 1993 llegó a un triste final.
El libro de Silva es inquietante porque documenta la intricada
relación de las viejas guardias militar y política en el seno de la
PNC, y cómo la secuestraron para distraerla de su misión de
defender el imperio de la ley. La historia de la Policía, escribe
Silva, no es de optimismo, sino de “infamia, corrupción e
impunidad”. En la crónica no falta, sin embargo, la esperanza a
pesar de las fuerzas formidables que aún trabajan para mantener a la
PNC obediente a sus intereses particulares. La historia de la Policía
incluye también algunos pocos momentos en que, con el liderazgo
adecuado y el apoyo de un presidente, fue posible empezar a reparar
esta institución tan importante para la democracia salvadoreña. Aún
hay gente, tanto dentro de la PNC como fuera de ella, comprometida
con la visión original de los Acuerdos de Paz de Chapultepec: la de
una Policía Nacional Civil comprometida con la honestidad, la
rendición de cuentas, la seguridad civil y el imperio de la ley. Con
el apoyo de los salvadoreños y sus funcionarios electos —y con el
de Estados Unidos—, estos reformadores aún pueden retomar su
Policía y restaurar su promesa original.
William
L. LeoGrande
Decano
de la Escuela de Asuntos Públicos
Profesor
de Gobierno
American
University
Washington D. C.,
septiembre de 2013.
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