Resulta irónico a la luz de lo que pasó después. El 15 de febrero de 1980, el Departamento de Estado se congratulaba en un memorándum dirigido a la Casa Blanca porque el Papa Juan Pablo II había "advertido" al Arzobispo salvadoreño, durante una visita que Romero hizo al Vaticano el 30 de enero, sobre "extremistas que se hacían pasar por moderados". Estados Unidos, dice el cable desclasificado 8003246 del Departamento de Estado, estaba preocupado porque la Iglesia Católica de El Salvador fuese "tomada por la izquierda". Un mes y nueve días después de que un funcionario de Washington firmara ese memo, en el hospitalito de la Divina Providencia, en San Salvador, un francotirador, un extremista de derecha se sabría luego, mató al Arzobispo.
Dos días antes de la visita de Romero a Roma, el 28 de enero de 1980, Washington había movido sus influencias para trasladar sus insumos sobre El Salvador al Vaticano. El Subsecretario de Estado para asuntos Interamericanos, Richard Cheek, y el representante personal del presidente Carter ante el Vaticano, el embajador Robert Wagner, pidieron al Secretario de Estado del Papa, el cardenal Agostino Casaroli, que la Santa Sede llamara a consultas a Romero, quien se encontraba entonces en un viaje oficial en Bélgica para recibir un doctorado honoris causa. El Papa y Casaroli recibieron al Arzobispo salvadoreño y, según el Departamento de Estado, trasladaron las preocupaciones estadounidenses. Monseñor confirmó luego, en sus homilías y programa de radio, la reunión en el Vaticano y los mensajes de Washington.
Mural en honor a Mons. Romero en Washington, DC. |
En El Salvador el infierno en la tierra estaba ya desatado. La Junta de Gobierno por la que se preocupaba Washington, formada en principio por civiles centristas y militares jóvenes comprometidos con una reforma política que al decir de analistas e historiadores podría haber sido la última oportunidad de evitar la guerra civil que seguiría, había colapsado. Académicos que han estudiado la época coinciden en que la radicalización militar de la Junta, de la que se apoderaron los coroneles Eugenio Vides Casanova y Guillermo García -hoy sentenciados ambos en Estados Unidos por violaciones a los derechos humanos-, mató cualquier intento de reforma y profundizó la represión de opositores políticos por medio de asesinatos extrajudiciales y despariciones. Contra ese infierno predicaba Monseñor Romero desde el púlpito y a través de la radio católica YSAX cuando el memo estadounidense hablaba de un Washington preocupado por la radicalización de la Iglesia hacia la izquierda. No menciona ese cable la radicalización de los militares de la Junta.
Zbigniew Brzezinsky, consejero de seguridad de Carter |
El tono del memo firmado por Tarnoff, quien década y media después sería Subsecretario de Estado en la administración de Bill Clinton, es de advertencia. Los análisis que el Departamento de Estado traslada a la Casa Blanca hablan de una estrategia de Washington encaminada a convencer al Arzobispo Romero de apostar por la Junta. Para ello, los funcionarios del Departamento de Estado, además de sugerir a Brzezinsky dar seguimiento a la presión del Vaticano hacia San Salvador, proponen que la misión diplomática de Estados Unidos ante la Santa Sede hable con el liderazgo de la Compañía de Jesús "sobre la situación salvadoreña y sobre cómo ellos pueden ayudar a influir a los asesores jesuitas del Arzobispo". El más importante de esos asesores era, entonces, el rector de la UCA, Ignacio Ellacuría, quien 9 años más tarde sería asesinado junto a cinco de sus compañeros sacerdotes y dos mujeres ayudantes por un comando élite del ejército salvadoreño.
La operación diplomática también contempló al Arzobispo de Managua, Miguel Obando y Bravo, quien según el Departamento de Estado "podría dar a Romero una visión más realista de lo que significaría la toma de la Iglesia por parte de la izquierda". El cable firmado por Tarnoff concluye con otra advertencia: "Seguiremos explorando formas adicionales de influir al Arzobispo Romero, buscando contactos con diversos miembros del clero".
Ni Tarnoff ni el Departamento de Estado ni Washington tendrían tiempo para mucho: en el infierno de El Salvador ya estaban en movimiento, cuando Tarnoff firmó su memo, las fuerzas que financiarían y dispararían la bala que terminaría con las preocupaciones de los diplomáticos y de los extremistas que veían una amenaza en Monseñor Romero; la bala que apagaría la voz más potente del pequeño país centroamericano ya tenía claro su destino.
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