Francisco Altschul regresó
a Washington en 2009 con una tarea que no pintaba fácil. Debía,
como representante del recién electo gobierno de Mauricio Funes y el
FMLN, entablar con la Casa Blanca, el Departamento de Estado y el
Capitolio un diálogo capaz de despejar las dudas que la narrativa
oficial de la Guerra Fría creaba en torno al primer gobierno de
izquierda de El Salvador. La premisa de partida era que la labor
diplomática no sería tan difícil porque Barack Obama, el más
liberal de los demócratas según el imaginario político de aquellos
días, controlaba la ciudad.
Altschul, como encargado
de negocios durante un año, emprendió la labor con dos argumentos:
el conocimiento de Washington que había adquirido en los 80, cuando
fue representante no-oficial del FMLN y el FDR , y su carácter
afable, franco y firme cuando las circunstancias lo demandaron.
Yo
acompañé al Embajador en parte de ese camino durante los tres
primeros años, primero como ministro consejero a cargo de asuntos
políticos y luego como jefe de misión adjunto.
El primer resultado
palpable de la gestión Altschul, extraordinario en el manual no
escrito de la diplomacia en Washington, fue lograr que Obama
recibiera a Mauricio Funes en el Salón Oval menos de un año después
de que el ex entrevistador televisivo juró como presidente en San
Salvador. A Funes le favorecía, es cierto, la fuerza de un discurso
fresco –a esas alturas muy poco contravenía el ropaje de
moderación, compromiso social y transparencia–, pero cualquiera
con un conocimiento mínimo de esta capital certificará que
concretar una visita requiere de una acción política y diplomática
intensa, decidida y constante, por muy favorables que sean las
percepciones iniciales o las circunstancias. La noche antes de la
cita de Funes en la Casa Blanca, Altschul recibió la noticia de que
dejaba de ser encargado de negocios y pasaba a ser embajador
plenipotenciario.
A principios de 2011, tras
otro periodo de cabildeo en pasillos del Senado y la Cámara e
interminables reuniones en State, Obama anunció, en su discurso
sobre el Estado de la Unión, que visitaría El Salvador. Y luego,
en gran parte por la gestión de Altschul, la Casa Blanca confirmaba
que Obama, a pesar de fuertes advertencias y críticas de la derecha
salvadoreña, visitaría la tumba de Monseñor Romero en San
Salvador. La narrativa había cambiado. El presidente de los Estados
Unidos, en una señal política sin precedentes lanzada desde el
corazón de uno de los principales aliados del Washington
contrainsurgente de los 80, daba su voto de confianza el gobierno de
la izquierda de Mauricio Funes y el FMLN.
El Embajador había
cumplido su primera y más importante misión. Vendrían, después,
meses más complicados, marcados por el fin de la luna de miel entre
Washington y San Salvador, causada en primer lugar por la insistencia
del Departamento de Estado de cambiar al ministro Manuel Melgar y, ya
más cerca de la precampaña electoral en El Salvador, por la
creciente percepción de la embajada estadounidense en El Salvador
sobre la cercanía entre Funes y su antecesor, Antonio Saca,
alimentada sobre todo por enviados del partido Arena.
En 2012 hubo dos momentos
críticos para la gestión Funes, marcados, primero, por la tregua
entre pandillas, pero, sobre todo, por el apoyo del presidente a la
malograda crisis constitucional generada por el FMLN y GANA en la
Asamblea Legislativa a mediados de ese año.
La derecha salvadoreña, a
través de sus aliados republicanos en el Senado y la Cámara,
cabildeó con éxito para crear una duda razonable sobre la
administración Funes (la derecha nunca dijo, por supuesto, que Arena
había logrado el control absoluto del estado con estratagemas
legales y políticas similares a las que hoy la motivaban a rasgarse
las vestiduras). Pero, además de los interlocutores de la derecha
en Washington, los mejores amigos del Gobierno de Funes , demócratas
la mayoría, también eran escépticos esta vez, no solo porque se
sentían, algunos de ellos, defraudados por los cambios en Seguridad
y la PNC (el representante James McGovern, de Massachusetts, había
mostrado preocupación en varias declaraciones públicas y cartas por
el rumbo de la Policía y la llegada de militares al aparato de
Seguridad), sino porque, en el caso de la Corte Suprema contra la
Asamblea, la posición del Ejecutivo era muy difícil de defender.
Fue más difícil, pero
fue de nuevo la gestión de Altschul, sobre todo gracias al aprecio
que esos políticos demócratas y sus equipos le han tenido por 30
años, la que volvió a poner el contrapeso necesario y sirvió para
que los mediadores en este conflicto –los senadores Menendez y
Lugar y los interlocutores de Obama en el Departamento de Estado–
pusieran las cosas en perspectiva. El embajador recurrió a los
aliados más fieles que había cosechado durante años, encabezados
por la oficina del Senador Patrick Leahy de Vermont, para detener la
intención de las derechas estadounidense y salvadoreña de utilizar
el lamentable arrebato de la Asamblea como una excusa para poner en
duda los fondos para el segundo compacto de la cuenta del milenio.
Además de reunirse con Leahy y de gestionar una ronda crítica de
control de daños a su jefe, el Ministro de Relaciones Exteriores,
Hugo Martínez, Altschul volvió a abrir las puertas de la oficina
del Senador Bob Menendez, quien resultó indispensable para convencer
a Rubio de que utilizar el argumento de Fomilenio en el medio de la
crisis podría ser muy dañino para la relación bilateral y sobre
todo para las comunidades salvadoreñas que se beneficiarían con esa
línea de asistencia. En una palabra, Altschul le salvó la plana a
la administración Funes.
También tocó al
Embajador lidiar con todas las dudas que la tregua entre pandillas
generó al Departamento de Estado y, en este caso, a las agencias
policiales, la DEA y el FBI, muy influyentes en la sede diplomática
en San Salvador. Altschul acudió al hábil recurso diplomático de
partir de los puntos de encuentro para trascender los de
desencuentro: a las dudas sobre la naturaleza del pacto de Seguridad
con las pandillas, el embajador respondió con el argumento de que
había una ventana abierta que El Salvador y Estados Unidos como su
principal aliado en temas de seguridad ciudadana debían aprovechar.
Es cierto que la administración Obama se mantuvo firme en su rechazo
a la tregua a través de señales políticas como la declaratoria
contra la MS del Departamento del Tesoro o la advertencia de viaje
hecha por State, pero también es cierto que, a pesar de sus dudas,
Estados Unidos no tomó medidas más severas y mantuvo sus líneas de
cooperación en seguridad a través del programa Partnership for
Growth.
A un año del fin del
quinquenio Funes, la tarea parecía hecha, aunque aún hay cabos
sueltos a los que poner atención, como por ejemplo garantizar que el
segundo compacto en efecto sea aprobado, pero en este caso el papel
de Altschul sería ya mínimo, porque ya el Embajador había
solventado el escollo político generado por el mismo Ejecutivo. En
el caso de Fomilenio II la tarea depende ya, en realidad, de la
Secretaría Técnica de la Presidencia y de su diálogo directo con
la Corporación del Milenio; el resultado final en ese tema será,
solo, consecuencia de lo bien o mal que Casa Presidencial haga ahora
su tarea.
Altschul, además, abrió
por primera vez las puertas de la Embajada de El Salvador, la suite
100 del 1400 de la calle 16, en el noroeste de Washington, a toda la
comunidad salvadoreña y a sus movimientos políticos, empresariales
y culturales. A todos sin distingo. Para certificar esto basta
preguntar a cualquier líder salvadoreño del Distrito de Columbia,
Virginia o Maryland que se precie.
A un año del fin quedaba,
solo, mantener estable el rumbo de un barco que, a pesar de las
turbulencias, había navegado con bastante serenidad en Washington.
Eso no pasó. En la primera semana de marzo, el Presidente Funes
decidió pedir al Canciller Martínez que destituyera a Francisco
Altschul para nombrar a Rubén Zamora, el académico social cristiano
que fue el rostro visible de la izquierda en la primera posguerra y
actual embajador de El Salvador en la India.
Horas después de que
Martínez hiciese pública la decisión de Capres en una entrevista
concedida a El Diario de Hoy, Washington comenzó a preguntar,
extrañado y suspicaz, por las razones de la decisión. Dos
argumentos, me parece, alimentaban las suspicacias. El primero tiene
que ver con un axioma bastante importante en la política de esta
ciudad: si algo funciona bien no hay porque arreglarlo (if it isn´t
broken don´t fix it). Y Washington, el relacionado con El Salvador,
entendía que Francisco Altschul funcionaba bien. El segundo
argumento está relacionado a las confusiones y preguntas que en
Washington ha generado la dinámica de la política salvadoreña:
¿Cómo se explica la división de la derecha? ¿Cómo afecta la
irrupción de Tony Saca –un viejo aliado de los republicanos hoy
venido a menos por el lobby de sus ex compañeros de partido– las
posibilidades de que la derecha retome el poder? ¿Es posible que el
FMLN gane la presidencia de nuevo? ¿A quién apoyará Funes? ¿Tiene
la salida de Altschul algo que ver con todo esto? ¿Qué actores
políticos -candidatos- en El Salvador se ven beneficiados por esto?
Por lo que sé, la salida
del Embajador tuvo más que ver con intrigas palaciegas de quienes,
en el entorno del presidente, venden desde hace tiempo la ilusión de
que pueden controlar la diplomacia en la capital de los Estados
Unidos y hacer “trabajo político” con la comunidad, que con un
análisis serio sobre las implicaciones de esta decisión, abrupta
por decir lo menos.
Está claro que El
Salvador y su Gobierno pierden con la salida de Altschul. Y está
claro que el cierre que haga el embajador Zamora no será fácil, ya
que le tocará a él administrar las ansiedades preelectorales
salvadoreñas, de cara a Washington, tanto en esta capital como en
San Salvador. Zamora es un hombre inteligente, con buen antecedente
en el congreso y las oenegés aquí -un antecedente que deberá
desempolvar- y un olfato político de respeto; todo eso le servirá,
pero lo corto del tiempo, lo abrupto de su llegada y, más que nada,
el desgaste natural del barco que comanda Funes, jugarán en su
contra.
Como sea, esto es
Washington, y esta es, por la historia política de El Salvador y por
la fuerza que los salvadoreños en Estados Unidos tienen, la
embajada más importante para el país. El Embajador ante la Casa
Blanca no se cambia por un capricho palaciego; eso también está en
el manual no escrito de la diplomacia en esta ciudad, pero, de nuevo,
parece que en palacio la diplomacia viene siendo lo de menos.
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